sábado, 26 de octubre de 2013

METÁFORA
  Hace tiempo que no subo nada a mi blog. Ya os lo advertí: las clases, mis obligaciones académicas habituales hacen que relegue la escritura creativa a un segundo plano, limitándola básicamente a fines de semana muy esporádicos y, sobre todo, periodos vacacionales. Disculpadme. Aprovecho ahora una tarde lluviosa de sábado para, de forma excepcional, daros cuenta de algo que tal vez interese a algunos/as. El año pasado, con el único fin de apoyar la iniciativa, participé en el Certamen internacional de relato breve sobre vida universitaria que convoca periódicamente la Universidad de Córdoba, a la que pertenezco. Era el VI, y, para mi sorpresa, obtuve el tercer premio (gracias al jurado y a los organizadores), lo que ha implicado la publicación de mi texto en una monografía que recoge los diez más destacados de un total de casi cuatrocientos que concurrieron a la convocatoria desde múltiples países del mundo. Reproduzco a continuación la portada del libro y también mi cuento, cuyo significado último, como bien indica el título, va mucho más allá de las palabras. Posiblemente, quienes no conozcáis a fondo la estructura universitaria no alcancéis a entenderlo del todo, pero al menos espero que lo disfrutéis.  
   


METÁFORA 
            Fue poco después de ganar la quinta oposición y pasar por fin a funcionario de carrera, coronando así mi particular calvario de casi veinte años. Dejé pasar un tiempo para hacerme con los entresijos de la Facultad y, ya bien instalado, no tardé en conseguir una copia de la llave maestra de los casilleros. Se la pedí al bedel jefe con la excusa de que había olvidado la mía en casa, y me las arreglé para acercarme a una ferretería cercana y mandar hacer un par de copias de urgencia antes de devolverla. Desde ese momento, me dediqué a espiar discretamente el correo de mis compañeros.
Ya de pequeño tenía la costumbre de colarme en las habitaciones de mi hermana o de mis padres, y hurgar con la misma fruición que cuidado entre sus cosas. Me provocaba un morbo indescriptible, sólo comparable al placer sexual que aprendí a proporcionarme primero a solas, mientras manoseaba su ropa interior usada, y más tarde con ligues de fin de semana, chicos y chicas de ésos de aquí te pillo, aquí te mato, con los que desfogaba por vía de urgencia mi bien disimulada represión, emocional y física. Soy un pervertido, lo sé, y nunca me he reprobado por ello; antes al contrario, me divierte como ninguna otra cosa en el mundo. Mangonear en las vidas ajenas, jugar con ellas como si fueran las piezas -involuntarias, pero activas- de una partida de ajedrez, me excita hasta el paroxismo.          
A pesar de todo, podría decirse que he tenido una vida bastante convencional. Ni mis padres ni mi única hermana notaron anomalía alguna, aun cuando me tuvieran por un poco raro, y los escasos amigos que alguna vez han pasado por mi vida difícilmente alcanzaron a ver más allá. He puesto siempre mucho cuidado en que no se aproximen demasiado, en no dejarles traspasar mi coraza de allien hasta el punto de percibir que debajo de ella hay un monstruo.
Esto no fue obstáculo para que en su momento supiera ganarme la voluntad de Matilde, una compañera de estudios ni lista ni torpe, ni alta ni baja, ni guapa ni fea, anodina y sin grandes pretensiones, que se convirtió en la mejor cortina de humo para mis aberraciones, y una justificación perfecta ante Dios, mi familia y el mundo. Con Matilde las cosas son igual de grises que ella, por lo que apenas hube de esforzarme en hacerle un par de hijos a fin de mantenerla entretenida, y permitir que se convirtiera en reina de la casa, olvidada carrera y cualquier ambición personal o laboral fuera de los muros de ésta. Un hogar que yo piso lo justo para mantener la ficción de normalidad entre el núcleo cada vez más reducido de parientes y amigos que siguen fieles a nuestra peculiar idiosincrasia de pareja.
Siempre he pensado que ella sospecha algo; particularmente, después de que un día me sorprendiera con unas de sus bragas sucias incrustadas en la nariz como si pudiera aspirarlas igual que cocaína. Me miró primero con ojos desencajados, en los que latía la misma dosis de espanto que de desconcierto, y luego, siempre en silencio, siguió su camino blanca como un espectro, pero con un rictus nuevo junto a la boca que no sé si identificar con desprecio o con asco. Nunca hemos hablado del tema, ni tampoco he vuelto a encontrar su ropa interior en la cesta de la ropa para lavar. Por supuesto, no ha habido más sexo. Allá ella. Sin duda, decidió aquel día que los trapos sucios se verdean en casa (cada uno los suyos), y a eso es difícil poner reparos.  
            Desde que empezó aquel noviazgo nuestro un tanto sui generis, me centré casi al cien por cien en mi carrera, a la que entregué las veinticuatro horas del día, con muy pocas concesiones a mis vicios secretos y plena disponibilidad, en cambio, para mi jefe, el catedrático de turno que, al final, como ocurre con cierta frecuencia, acabó conculcando el principio sagrado de lealtad y, después de mantenerme quince años en galeras, santificó en mi lugar a otra que le calentaba la cama. Esto me obligó a iniciar un rosario de oposiciones por toda España que a punto estuvieron de volverme aún más loco, de acabar conmigo. Finalmente, conseguí plaza en esta Universidad, y aquí me trasladé con toda la familia. En último término, ¿qué más da un lugar que otro…?
*****
Al principio, para satisfacer mi morbo espiaba de forma ocasional a los compañeros del Área, me las arreglaba para crear conflictos entre ellos que nadie sabía muy bien a qué achacar o qué los había iniciado, curioseaba en las mesas de unos y de otros como si en sus cajones pudiera encontrar el mismísimo sentido del universo, y no papeles anodinos, algún condón olvidado y mucho chicle seco. En esto mío la precipitación se paga, y yo sé ser paciente.
Fue al segundo año cuando decidí dar rienda suelta a mis fantasías, y me las arreglé para conseguir la llave maestra de los buzones; discreto, siempre discreto. Llevo décadas de entrenamiento; acumulo experiencia suficiente como para no permitirme desliz alguno.
Empezaba el siglo XXI, y si bien el correo electrónico iba tomando fuerza, todavía menudeaban los envíos postales, por lo que al inicio la cosa fue algo más divertida. Llegué a clasificar mentalmente a mis compañeros de Facultad por su adicción al trabajo, su círculo de relaciones, sus rarezas o sus actividades galantes. Sin embargo, las cartas personales fueron desapareciendo de forma progresiva, y en poco tiempo perdí interés. Estaba, pues, a punto de idear nuevas vías para saciar mi apetito cuando empezaron a aparecer las primeras misivas: caligrafiadas con una letra cursiva y diminuta, un poco convulsa, que hubiera hecho las delicias de cualquier impresor, en sobres de ésos con ribetes rojos y azules que se usaban antes en España para los envíos por avión, y remite de Santa Mónica, California, en los Estados Unidos de América. Su autor: Vicente Luis Escudero Navajas; la destinataria: Beatriz Carmona Pineda, uno de los últimos fichajes de mi Departamento, soltera y entera según las malas lenguas, a pesar de sus cuarenta largos, que, sin embargo, tenía todavía un buen par de polvos. Seguramente, como tantos otros de nosotros, se había visto obligada a anteponer la carrera a su vida personal, y cuando quiso darse cuenta se le había pasado la paellera entera. 
Nunca antes había reparado en ella (sólo encontraba en su casillero catálogos bibliográficos, circulares bancarias, o invitaciones del Decanato y del Rectorado), hasta que empezó a recibir las cartas. Llegaban con precisión suiza todos los jueves, como si su autor las expidiera puntualmente cada fin de semana y cruzaran el Atlántico animadas en su desplazamiento por la mente de él, capaz en su desesperanza de dotarlas de alas y disminuir de paso la densidad del aire para que pudieran avanzar más deprisa.  De las dos primeras me limité a tomar nota mental, pero ante la tercera no pude resistirme y me la llevé al despacho. Jamás se me ha dado que los destinatarios se hayan apercibido de mis manipulaciones. Si ocurre, será fácil justificar un error.
Estuve sopesándola un rato, mientras la miraba del derecho y del revés, por detrás y por delante, disfrutando anticipadamente del momento de abrirla como quien retrasa un orgasmo. Hubiera podido hacerlo como siempre (calentaba  la goma y volvía luego a pegar la solapa con uno de esos pegamentos en barra que no dejan huella, si bien en más de una ocasión la operación resultó fallida y debí desprenderme de las pruebas), pero algo me decía que aquella carta cambiaría mi vida, y mi instinto de predador envilecido volvió a no fallarme. Era de un mejicano profesor en la Universidad de Santa Mónica, que al parecer había recibido a Beatriz Carmona en visita académica durante tres meses, cayendo perdidamente enamorado de la solterona sin que ésta hiciera al parecer otra cosa para merecerlo que lucir con garbo y ausencia total de coquetería su rostro un poco apergaminado de virgen vocacional y militante.
La carta dejaba entrever que ella permanecía ajena a su cortejo, pero esto no desanimaba al cincuentón Escudero. Por el contrario, derrochaba requiebros como quien regala algo que le sobra, a cual más cursi y trasnochado; como si la vida no mereciera ser vivida sin ella, o estuviera a punto de ahogarse en la sangre de tantas puestas de sol a las que confiaba su desahogo, en la mejor tradición romántica. No obtenía respuesta, pero tampoco desesperaba, y había decidido abrumarla a base de atenciones, de palabras hermosas y un tanto hueras, de brindis a la luna, en la confianza de que, antes o después, sus murallas acabarían derrumbándose.
Ignoraba hasta qué punto el mariachi conocía a su amada, pero ésta no parecía de las que se rinden fácilmente, por lo que decidí intervenir. Me convertiría en Beatriz, y haría que el mejicano se derritiera como mantequilla. Por su parte, ella respiraría aliviada al comprobar que sus cartas dejaban de llegarle. Si algún día, pues, se producía el encuentro entre ambos, la situación iría acompañada de fuegos artificiales.       
El tal Vicente Luis picó a la primera. Debía andar el hombre con las hormonas más revolucionadas que un adolescente. Le costaba entender por qué Beatriz no caía a sus pies, abrumada por tanto requerimiento. Inteligente, sin embargo, a pesar de su ceguera, se guardaba muy bien de cuestionarla. El caso es que donde antes había pasión contenida se desató en cuestión de sólo una semana la furia de un tifón cuando el mexicano supo que su amada -en realidad, yo travestido- le correspondía. Sin solución de continuidad, pasó a poner en sus cartas el fuego de una fragua, la desesperación de un náufrago, el hambre de alguien que nunca ha comido…, y la cosa fue subiendo de tono hasta que un día amenazó con pasar de las palabras a los hechos. Intenté contenerlo, pero, contrariamente a lo que esperaba, Vicente Luis empezó a comentar cada vez con mayor insistencia que quería venir a España. Anhelaba convertir en realidad palpable (sobre todo, palpable…) su pasión epistolar.
Un poco acobardado ante la trascendencia potencial del lío que podía montarse, decidí abandonar el juego en aras de que la cosa no llegara a mayores. Le envié una carta un tanto vaga en la que le decía que había encontrado a otra persona y me marchaba de nuevo al extranjero por una larga temporada; como consecuencia, no podría volver a leer sus misivas, por lo que debía renunciar a escribirlas. Todo inútil.
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El primer cuatrimestre estaba en su apogeo; casi no daba abasto con clases, tutorías y los mil y un trámites burocráticos más bien estúpidos con los que la Universidad ahoga cada día a sus profesores (por lo menos, a aquéllos que vamos por la Facultad y nos tomamos el trabajo en serio), y todo ello me ayudó a olvidar momentáneamente el tema. Percibí, eso sí, que el flujo de cartas se había detenido. De forma temeraria, ignoré el presentimiento de angustia que se me había instalado en el fondo de las tripas, y mi obviedad irresponsable acabó acarreando consecuencias desastrosas.
No recuerdo exactamente cuánto tiempo había pasado desde la interrupción del “noviazgo”, cuando, a media mañana de un lunes de abril marcado por la lluvia y el viento, la noticia corrió por la Facultad con la fuerza del propio Hércules: Beatriz Carmona había sido encontrada muerta, cosida a puñaladas, en su hermoso apartamento de soltera. Por lo visto, la cerradura no presentaba huellas de haber sido forzada, y la pobre doncella yacía sobre la cama con la falda arremangada hasta casi taparle la cara, las bragas por los tobillos, y su sangre, tras abandonar el cuerpo hasta la última gota, empapando la alfombra. No hacía falta ser un lince para deducir, sin ni siquiera conocer los resultados de la autopsia, que la profesora había muerto defendiendo el que posiblemente consideraba su bien más preciado, dispuesta a pasar a mejor vida antes que permitir a quienquiera que fuese arrebatarle algo que ella no quería dar, robarle su dignidad para siempre, dejarla con el alma y la piel en purititos cueros, como si no tuviera el derecho inalienable de hacer lo que ella y sólo ella quisiera con su cuerpo y sus centros.
Nadie sabía nada. En cambio, yo lo sospeché desde el minuto cero. El crimen debía ser resultado de mi entrometimiento en la vida de aquella desgraciada. Tal vez el manito había cumplido su amenaza de viajar a España y se presentó ante su amada en la confianza de que lo esperaba con los brazos abiertos. Ésta lo habría recibido en su casa, correspondiendo quizás a las mismas atenciones que recibió de él en su visita a Santa Mónica, ignorante en el fondo de la pasión que otra persona había desatado en su nombre, y el resto era fácil imaginarlo. No podía, pues, acudir a la policía. Tendría que callar, aguantar el tipo y, como el resto de la comunidad universitaria, endosar la máscara de duelo y lamentar públicamente tan terrible pérdida.

*****
Matilde no quiso venir conmigo al sepelio. Ese tipo de actos la deprimen. Últimamente tiene la íntima sensación de que me avergüenzo de ella y procura dosificarse al máximo. Razón no le falta. 
Matilde no fue, pero yo sí, y para ello tiré de mis mejores galas, como si se me hubiera muerto la mismísima madre. Mejor pasarse que no llegar.
Para poder manejarme a voluntad, sin tener que esforzarme más de lo debido por aparentar pena,  y observar con plena libertad cómo reaccionaban los otros, decliné el ofrecimiento de un par de compañeros para acudir juntos al funeral (a la gente le suele dar reparo ir sola a este tipo de actos). Aun cuando aberrante, aquella era mi obra, y en cierta manera me sentía orgulloso de ella, por lo que quería disfrutarla sin cortapisas.
Como se le había debido practicar la autopsia, las exequias se demoraron algunos días, de modo que la familia tuvo tiempo sobrado para cuidar cada detalle de la ceremonia. El féretro entró en la iglesia al son de un bellísimo “Torno a Sorrento” arrancado con maestría indudable de su guitarra española por un ruso de poco más de treinta años que, según comentó alguien, era solista en la orquesta municipal (cosas de la globalización). Después, durante la comunión, atacó con igual fuerza el tema central de “La Misión”, bellísima composición del gran Ennio Morricone que se avenía perfectamente con la entidad del drama, y terminó, mientras que el cura nos daba la bendición, con un estremecedor “Con te partirò” que casi agota la provisión de kleenex entre los parroquianos:       
Con te partirò...
Paesi che non ho mai
veduto e vissuto con te,
adesso si li vivrò.
Con te partirò,
su navi per mari
che, io lo so,
no, no, non esistono più,
            con te io li vivrò...

Mientras el cura, viejo, viejísimo (tuvieron que sacarlo del altar con la ayuda de un andador), daba por finalizada la liturgia y abandonaba el lugar de los hechos dejando todo el protagonismo a los dolientes, paseé la mirada por el auditorio. Conocía historias personales de muchos de los que abarrotaban el templo capaces de erizar los vellos a la propia difunta y, sin embargo, allí estaban, luciendo hipócritamente su mejor cara como si nunca hubieran roto un plato en toda su existencia, no jugaran ellos también con las vidas ajenas, imponiendo colleras a quienes pretenden hacer carrera en su órbita, o no se odiaran entre sí hasta el punto de llegar a sacarse las tripas si el Código Penal no lo catalogase como delito.
La comunidad universitaria que se ufana de sí misma con ecos de elite no se ha caracterizado nunca por su nobleza de carácter; tampoco, por la solidez o entereza de sus valores, por su integridad o su altura de miras. El muerto al hoyo y el vivo al bollo, parecían decir la mayor parte de los rostros, acostumbrados a hacer y deshacer en sus respectivos campos de trabajo con franquicia de contrabandistas, a pesar de las corbatas negras y los gestos impostados de duelo, en actitudes a medio camino entre el cinismo, la compunción y el distanciamiento...
Por cierto, ¿quién será el chico que acompañaba al Decano? Lo he visto alguna vez por la Facultad, pero no sé si se trata de un becario, un profesor visitante, un familiar, o simplemente su amante. También podría ser una mezcla de todo ello. Conozco a más de un/a colega que, sin tener en cuenta los precedentes, se han liado con estudiantes (de uno u otro sexo, según las preferencias), manteniéndolos a su lado contra viento y marea hasta que el o la postulante completaron el cursus académico y al día siguiente de aprobar la oposición se deshicieron de su maestro o maestra sin el menor escrúpulo y en justa correspondencia. Tan viejo como el mundo.  
Me froté las manos, expectante. Si alguien me hubiera estado observando en ese momento, habría reconocido sin dificultad en mi cara los síntomas de la más absoluta depravación. Tenía nueva víctima…

*****
 Antes de volver a casa después del entierro, pasé un momento por la Facultad. Debía trasladar las notas al Acta, y quería hacerlo aquella misma noche para poder entregarlas por la mañana. Iba ya fuera de plazo.
Recogí la carpeta que necesitaba en mi despacho, y de una forma casi automática miré en mi casillero antes de salir. De pronto, el corazón me dio un vuelco...
Sin terminar de creer lo que estaba viendo, retiré el sobre con ribetes rojos y azules que descansaba dentro. En él destacaba claramente mi nombre, caligrafiado con aquella letra suya, menuda, nerviosa…
No necesitaba abrirlo para saber quién era el remitente, pero aun así lo hice, allí mismo, sin poder controlar el temblor de mis manos.
El hecho en sí de encontrarla habría sido ya motivo suficiente para robarme el sueño, pero su breve contenido me arrebató, además, el aliento, y me mantiene desde entonces con las entrañas en suspenso, a la espera de qué dirá la próxima.

Querida Beatriz:
Permíteme, por favor, que te siga llamando por este nombre. La que lo llevaba ya no existe, y en último término no fue ella quien despertó en mí este volcán que me consume sin remedio. Tus cartas me abrieron universos nuevos, despertaron en mí sentimientos que no probaba desde la más tierna adolescencia, me hicieron ver que lo vivido hasta ahora no fue sino el preámbulo de la felicidad verdadera. Te quiero, y sé que soy correspondido. Estas cosas se intuyen. Seguiré escribiéndote con la misma periodicidad con que lo he hecho hasta ahora. Confío, para bien de los dos, en merecer correspondencia.
Tuyo, siempre:
                                               Vicente Luis Escudero Navajas